Sonrisa
Participan: un hombre. Una niña de 10 años
Un escalofrío recorrió mi cuerpo y me desperté. La luz
mortecina, emanada de las distantes casas al lado de la carretera, entraba
tímidamente por las amplias ventanas del autobús.
Después de unos instantes de desconcertante sopor, recordé que estaba en el
autobús que me llevaba de regreso a mi casa.
Eran las siete de la tarde, pero con los cambios de horario, la oscuridad ya era
dueña del mundo a mi alrededor. Un rápido vistazo a mi entorno me recordó que
iba postrado en la última fila de asientos. El transporte se movía pesadamente a
través de las congestionadas avenidas de la ciudad. Casi todos los asientos
estaban ocupados, pero aunque habían varias personas en el vehículo, un ambiente
solitario se apoderaba de todo. La mayoría dormitaba despreocupadamente en sus
lugares, así como yo apenas unos instantes atrás. Una pareja mayor charlaba
tranquilamente, sentada en los lugares reservados para ancianos, mientras la
silueta de un par de hombres se recortaba vagamente contra la mugrienta ventana
del bus. Uno de ellos parecía hablar de algo muy importante con el otro; hacía
bastantes ademanes, se acercaba como intentando amedrentar a su compañero y se
golpeaba las manos. Nunca supe sobre qué discutían.
Hacia mucho tiempo había optado por aislarme del mundo que tanto aborrezco,
purgando una condena de sordera autoimpuesta. No salía a ningún lugar sin usar
mi walkman: siempre a todo volumen y con los audífonos tan justos al oído como
fuera posible. Sólo en casa y en la escuela me los retiraba. Había aprendido
incluso a leer un poco los labios para poder dialogar con la gente en la calle,
si era necesario. Si bien me habían ocasionado algún problema ocasional por no
escuchar una pregunta en la calle o no percibir el claxon de algún auto,
prefiero en cualquier momento, el sonido de Iron Maiden, Judas Priest, AC/DC o
X-Japan al de los motores de los autos, los gritos de las personas y sus voces
grasosas, que resbalan por gargantas sucias empapando todo con su ignorancia y
arrogancia.
Una segunda corriente de gélido aire me golpeó en el rostro. Como buen servicio
corrupto, el de transporte público ahorraba en todo y cobraba por todo. El
precio, ya elevado, se sumaba al regocijo de circular siempre con las luces
(interiores y exteriores) apagadas para ahorrar batería y a velocidades que
harían vomitar a Michael Shumacher.
Ahora, una fina bolsa de plástico para basura que servía para sustituir una
ventana rota, se había desprendido de su artesanal marco de cinta aislante, y
dejaba entrar un ventarrón frío que me hizo resguardarme dentro del chaleco
improvisado que hize al quitar las mangas a una vieja chamarra de mezclilla que
usé en mi adolescencia y que ahora era mi compañero inseparable.
El frío constrastante con el cálido interior de mi chaleco, me hizo intentar
regresar a los brazos de morfeo, pero cuando había hundido la cabeza en el
chaleco, cual tortuga perezosa, el camión hizo una de esas exquisitas maniobras
de frenado que sólo se ven en las películas de acción y en las calles de mi
país. De 100 a 0 km/h en menos de 4 metros.
Como pude, me sujeté de la barra metálica frente a mi. Siendo esto una constante
en la vida de todo citadino tapatío, ni siquiera le tomé importancia. De nuevo
me dispuse a conciliar el sueño, cuando me dí cuenta de quienes habían subido en
la parada en cuestión.
Una mujer, de aproximadamente unos 40 años, cargando un par de enormes mochilas,
usando unos lentes de sol (en plena noche) enormes, sobre el cabello y
acompañada de un par de mozuelitas preciosas. Una nena de unos 7 años, de
cabello castaño, arreglado en una desastroza cola de caballo, de la que ya sólo
quedaban algunas marañas tras, imagino, un día completo de ajetreo en la
escuela. La otra, una chicuelita, muy linda, de unos 9 o 10 años; con un cabello
oscuro, acomodado en una melena corta hasta los hombros y que se mantenía fuera
de su rostro, sujeto por un prendedor metálico con una horrible flor rosa de
plástico, pero que le concedía a la nena un aire demasiado lindo como para
intentar alterarla. Llevaba el inconfundible uniforme de una primaria federal,
con falda azul tableada hasta casi hasta la rodilla, y una blusa blanca de manga
corta (curioso que no llevara suéter).
A esta última ya la había visto un par de ocasiones en el mismo trayecto, sólo
que nunca había visto dónde subía, ni me había percatado de sus acompañantes
(una lástima, pues la que supongo que es su hermana, también es una nena muy
tierna).
En ambas ocasiones, nuestras miradas se cruzaron en algún momento. Nunca me
sonrió, ni siquiera cambió ese gesto, un poco hastiado que parecía originarse en
la jornada escolar. Aún así, cuando sus ojos se posaron en mi, por alguna razón
sostuvo su mirada, encontrada con la mia, hasta que yo desistí y miré en otra
dirección. Esta vez no fue la excepción y su mirada se cruzó con la mia.
Mientras su madre avanzaba buscando asientos, la niña me obervaba con una
expresión de curiosidad.
No he sabido qué le parecía tan curioso de mi persona. Y en realidad podían ser
varias cosas. Pudo haber sido el cabello despeinado, la barba, el chaleco raído
y desteñido con logos mal cosidos de AC/DC, Flash, Macross y el León Negro de mi
centro universitario. También podría haber sido la caja de herramienta que
siempre llevo conmigo. Pero tal vez pudo ser el simple hecho de que no la miré
con el desdén o condescendencia que todos los adultos le muestran a niñas y
niños de su edad.
Como fuese, nos miramos todo el tiempo que tardó en recorrer el camino hasta los
tres asientos junto a mí, donde se sentaron ella, su hermana y su madre. Ella se
sentó a mi lado, su madre junto a ella, y después su hermanita. Debo admitir que
me puso nervioso el sólo estar junto a ella. Debido al aerodinámico cuerpo de su
madre, su cuerpo quedó bastante pegado al mío. Su hombro, su antebrazo y su
cadera se clavaban un poco en mi costado, además de que su muslo derecho estaba
totalmente pegado al izquierdo mio. Podría haberme corrido un poco a mi derecha,
pero sinceramente preferí quedarme así para sentirla junto a mi. Continuó
mirandome un momento, pero luego desitió.
En mi mente me regodeaba dibujando la silueta de la pequeña, a partir de lo que
mi tosca ropa me permitía sentir de su hermosa figura. Ella llevaba su mochila
sobre el regazo, y en cierto momento comenzó a hurgar dentro de ella, como
rebuscando algo el fondo del enorme morral.
Su codo y su brazo rozaban constantemente contra mi costado, y en algunos
momentos llegó a poner su codo directamente sobre mi pecho. Aguanté aquel embate
en aras de no despegarme de su pequeño cuerpo. El ataque a mis costillas y pecho
cesó, pero entonces comenzó a golpear suavemente mi rodilla con la suya. Eran
pequeños choques, esporádicos y sutiles, pero que me llamaron la atención.
Voltee para mirarla. Sus ojos se encontraron con los mios por un instante, de
nuevo sin expresar nada con su rostro, pero de inmediato volteó el rostro.
Supuse que le incomodaba tenerme ahí, pero me molesté por el hecho de tener que
ceder ante los caprichos de una niña mimada, así que decidí quedarme ahí, sólo
para molestarle. Pero tampoco deseaba sentir esos molestos golpecillos en mi
pierna (la cual aún resiente una lesión en la rodilla de hace años). Pensé en
aprovecharme un poco de la obstinación de la chicuela, así que puse mi mano
sobre mi rodilla, descansándola ahí de una forma totalemente “inocente”. Pensé
que si iba a seguir con eso, era mejor al menos llevarme el recuerdo del tacto
de la piel de la nena. Supuse que al sentir mi mano ahí, la niña dejaría de
acometer contra mi pierna por el pudor de saber que mi mano estaba ahí.
Su rodilla chocó con el anverso de mi mano, se retiró y, para mi sorpresa,
regresó. Varios golpes dió su rodilla contra mi mano, en piel desnuda. Aquello
había dejado de parecerme tan molesto y rogué porque la nena no se detuviera. Y
al parecer, el monstruo de espagueti volador escuchó mis súplicas, pues en un
instante la niña abrió las piernas y literalmente aplastó mi mano son su
rodilla. Después de la sorpresa inicial, pude recuperar el aliento. Viendo su
actitud ante aquella situación, decidí apostar un poco, y comencé a rozar
suavemente su piel con mis dedos. Ella no hizo el menor intento de retirar su
pierna, pero volteó hacia su madre y le dijo algo con mucha emoción.
Más rápido que un relámpago, yo me arrinconé contra el muro metálico del
autobús, poniendo un máximo de distancia entre la niña y yo (que era como de 10
cm). Pero por el rabillo del ojo noté que la madre se quitaba la mochila de la
otra pequeñita del regazo, le quitaba la suya a la mayor y las ponía en el
suelo. Me relajé como hacía mucho no lo hacía.
Entonces, la niña se recostó sobre el regazo de su madre. Pero al hacerlo, se
volteó de costado en el asiento y se estiró, volviendo a pegar sus muslos, y
ahora sus pequeñas nalgas contra mi costado. Casi grité cuando sentí sus
pequeñas y suaves redondeces clavarse en mi cadera (¿ó era al revés?). Aquello
me parecía alguna cruel broma de la niña. Ella parecía estar jugando conmigo de
algún modo, y lo peor era que yo no quería que dejara de hacerlo. La mujer sacó
un suéter de una de las mochilas y lo colocó a manera de cobija sobre el cuerpo
de su hija, tapando principalmente la zona de su cadera y vientre.
Mi respiración ya era algo agitada y cerraba los ojos sólo con sentir aquel
cuerpecito en contacto tan cercano al mío. Pero decidí que iba a apostar un poco
más alto.
Volví a colocar la mano sobre mi rodilla, y poco a poco comencé a subirla hasta
tocar su muslo nuevamente. La niña respondió llevando su pierna un poco más
cerca de mi mano. Ya era obvio lo que pasaba, y yo no planeaba dejar pasar una
oportunidad así.
Lentamente metí la mano bajo el suéter que cubría al angelito, y ello me dió
mayor libertad para mover mi mano disimuladamente. Comencé con suaves caricias,
apenas con las yemas de los dedos sobre la fría piel de la niña. El tacto era
algo áspero. Aún la piel reseca por el frío y el polvo me parecía tan hermosa
como la seda en ese momento.
Un par de minutos dediqué al recorrido de aquella carne tan fresca, mientras
miraba furtivamene a mis derredores para saber si alguien sospechaba algo, pero
el dormitar de la propia madre me daba coraje para subir la apuesta cada vez un
poco más. Palpé cada centímetro de piel a mi alcance, y dediqué algunos momentos
a la piel cubierta por la tela de la falda, que se pegaba a su piel, tanto como
yo deseaba estarlo en ese momento. Mietras comenzaba a acariciarla plenamente
con 4 dedos, me dí el lujo de introducir levemente mis dedos bajo su falda,
doblándola un poco y luego recorriéndola con mucho cuidado. Mi mano comenzó el
recorrido, lento, pero constante, ascendiendo por la parte trasera de su muslo.
Pude sentir el momento justo cuando su piel se erizó, cómo los vellos se erguían
hasta su base y la temperatura que comenzaba a aumentar bajo aquella tela tan
tosca y burda. Subí un poco más, pero la falda estaba atorada bajo la pierna de
la nena y me impedía seguir. Comencé el descenso para acariciar las partes ya
conocidas de su anatomía, pero ella levantó un poco la pierna, liberando la tela
de aquella faldita que me comenzaba a fascinar. La textura de aquel cuerpo:
firme, tibio, a estas alturas, terso y dócil, me volvía loco.
El corazón parecía estallarme, y sentía la sangre agolparse en mi cabeza (y
otras zonas). Ya embriagado con aquella complicidad prohibida, maniobré de tal
modo que levanté la falda de la niña totalmente por la parte trasera. Casi 5
minutos me llevó aquella tarea que me pareció titánica al momento. Hize un
ademán como si con la mano fuera a sacar algo del bolsillo de mi pantalón, pero
en realidad sólo acomodé mi mano, de tal forma que pude sentir al fin aquellas
pequeñas nalguitas, tan tibias, tan suaves. La tela de la pantaleta parecía
deshacerse al tacto, y casi podía sentir el sabor de aquella figura con las
manos. Mis dedos recorrían con lentitud ambos globitos, acariciándolos sobre la
infantil prenda, palpando con firmeza pero sin agresividad. La pantaletita
incluso aumentaba mi excitación en aquel momento. El pequeño canal entre ambas
nalgas fue recorrido con cautela y tacto también, pero un pequeño sobresalto en
la nena me hizo desistir de otro intento por explorarlo. Aquello parecía estar
detenido en el tiempo. Mi índice se ubicó en la zone perineal de la niña y hubo
un segundo estremecimiento, pero abrió un poco las piernas, indicándome que
podía seguir. Conteniendo mis impulsos de gritar, masajee un poco la pequeña
zona púbica, tanto como me dió alcance aquella incómoda y rara postura.
En ese momento, la pequeña se incorporó y noté que su madre despertaba ala otra
chiquita. La niña se sentó sobre mi mano, y aunque casi me rompe un par de
dedos, recordaré aquel momento con gozo indecible. La niña se incorporó y el
autobús se detuvo. Antes de bajar, la niña y yo nos miramos, y ambos esbozamos
una sonrisa.