participantes: un hombre, una
ni�a de 10 a�os, una mujer.
La puerta estaba abierta y sal�an voces del interior, cuando C�sar se acerc� al umbral; los criados y las cabalgaduras aguardaron afuera. Al principio no vio gran cosa del interior, pero pronto sus ojos se habituaron a la penumbra y capt� el ambiente antes de que nadie advirtiese de su presencia. En medio de la habitaci�n hab�a una gran mesa, en torno a la cual se sentaban siete j�venes con los pies calzados con botas puestos sobre ella. No los conoc�a; era el inconveniente de haber sido flamen dialis. En ese momento, uno de los j�venes, fuerte y de cara agradable, mir� hacia la puerta y le vio.
-�Hola! Entra, vamos -dijo en tono afable. C�sar cruz� el umbral con mayor confianza en s� mismo de la que sent�a, pues a�n reflejaba su rostro la indignaci�n por la imputaci�n de L�culo. Los siete que clavaron sus ojos en �l vieron un Apolo deca�do, y todos fueron bajando los pies de la mesa y guardaron silencio, tras el saludo inicial, sin dejar de mirarle. Luego, el de la cara agradable se puso en pie y se acerc� a �l con la mano extendida.
-Soy Aulo Gabinio -dijo, ech�ndose a re�r-. �No te muestres tan altanero, seas quien seas, que ya hay muchos de �sos!
-Cayo Julio C�sar -contest� �l, estrechando su mano con fuerza, pero sin �nimo para devolverle la sonrisa-. Creo que tengo que alojarme aqu�. Soy tribuno militar.
-Ya sab�amos que aparecer�a el octavo -dijo Gabinio, volvi�ndose hacia los dem�s-. Eso somos todos, tribunos militares, la escoria del ej�rcito y un quebradero de cabeza para nuestro general. �A veces hacemos algo, pero como no nos pagan, el general no puede pedir mucho m�s! Acabamos de comer y algo ha quedado. Pero primero ven que te presente. Los dem�s se hab�an ido poniendo en pie.
-Cayo Octavio -dijo uno bajo y musculoso, guapo al estilo griego, con pelo casta�o y ojos pardos, y orejas que le sobresal�an como asas. Le estrech� la mano con agradable firmeza.
-Publio Cornelio L�ntulo, ll�mame L�ntulo. Era evidente que aqu�l era uno de los que se daban aires, y pose�a la fisonom�a de los Cornelios de tez morena y cara fea. Parec�a como si le costase estar a la altura de las circunstancias, aunque se le notaba firmemente decidido a estarlo; inseguro, pero terco.
-�ste es L�ntulo el guapo: Lucio Cornelio L�ntulo, el Negro. Otro de los arrogantes y otro Cornelio, pero con m�s �nfulas que el otro L�ntulo. -A Lucio Marcio Filipo hijo le llamamos Lipo. Era un joven de ojos grandes, oscuros y so�adores, en un rostro m�s agradable que el de su padre, heredado de su abuela Claudia, sin duda, a quien se parec�a. Daba la impresi�n de ser una persona tranquila y apacible; le estrech� la mano con afabilidad, pero sin blandura.
-Marco Valerio Mesala Rufo, conocido por Rufo el Rojo. Aqu�l no era de los arrogantes, pese a que su apellido patricio era de los m�s enaltecidos. Rufo era, efectivamente, rojo de pelo y ojos, aunque no parec�a de temperamento sangu�neo. -Y por �ltimo, como de costumbre, pues siempre miramos por encima de su cabeza, Marco Calpurnio B�bulo. B�bulo era el m�s arrogante de todos, quiz� porque era el m�s bajito y el menos fuerte. Sus rasgos f�sicos le confer�an una especie de superioridad natural debido a sus p�mulos prominentes y su nariz romana bulbosa; ten�a boca despectiva y frente recta sobre sus ojos gris claro, algo saltones. Pelo y cejas eran rubio pajizo, pero no dorado, lo cual le hac�a parecer mayor de sus veinti�n a�os. Rara vez dos individuos sienten mutuamente al conocerse un desagrado inexplicable, pero es algo instintivo e inevitable. Y ese desagrado brot� entre Cayo Julio C�sar y Marco Calpurnio B�bulo al mirarse. El rey Nicomedes le hab�a hablado de enemigos potenciales: sin duda alguna aqu�l era uno de ellos. Gabinio cogi� una octava silla arrimada a la pared y la acerc� a la mesa, entre la suya y la de Octavio.
-Si�ntate y come -dijo.
-Me sentar� con mucho gusto, pero me perdonar�is que no coma.
-�Pues bebe un poco de vino!
-No lo pruebo.
-�Ah, pues te encantar� vivir aqu�! -exclam� con una risita-. Las vomitonas van de pared a pared.
-�T� eres el flamen dialis! -exclam� Filipo hijo.
-Era el flamen dialis -replic� C�sar, decidido a no decir m�s, pero cambi� de idea-. Si os cuento ahora la historia no volv�is a preguntarme. Y procedi� a contarlo todo a grandes rasgos, con palabras tan escogidas que todos ellos, pese a que no eran intelectuales, comprendieron inmediatamente que el nuevo tribuno era individuo de grandes luces, si no un erudito.
-Vaya historia -coment� Gabinio cuando hubo concluido. -Entonces sigues casado con la hija de Cinna -dijo B�bulo.
-�Vienes de Roma, verdad? -inquiri� Rufo.
-No, de Bitinia.
-�Y qu� hac�as en Bitinia? -pregunt� L�ntulo el feo.
-Reuniendo una flota para la toma de Mitilene.
-Seguro que volviste loco a esa vieja maricona de Nicomedes -a�adi� B�bulo sin poder contenerse, a pesar de que sab�a que era una groser�a capaz de ofender a cualquiera.
-Pues, efectivamente -respondi� C�sar con tranquilidad.
-�Conseguiste la flota? -insisti� B�bulo.
-Naturalmente -respondi� C�sar con una arrogancia que ni el propio B�bulo hubiera igualado. B�bulo lanz� una carcajada descarnada como su propio rostro.
-�Natural o antinaturalmente? -pregunt�. Lo que sucedi� a continuaci�n nadie lo vio. Lo �nico que vieron los seis pares de ojos fue a C�sar al otro lado de la mesa agarrando a B�bulo a pulso a cierta altura. El hombrecillo resultaba grotesco, tratando de alcanzar con sus cortos brazos el rostro sonriente de C�sar. Parec�a una escena de mimo. -Si no fueses tan insignificante como una pulga -dijo C�sar-, ya estar�a fuera haci�ndote morder el polvo. Desgraciadamente, Pulex, ser�a un asesinato matar a golpes a una insignificancia como t�. �No vuelvas a acercarte a m�, Pulga! -Y, sin dejarle en el suelo, mir� en derredor buscando un sitio apropiado: un armario de casi dos metros, en el que le subi� sin aparente esfuerzo, esquivando sus patadas-. Patalea ah� arriba un rato, Pulex. Dicho lo cual sali� del cuarto.
-�Realmente te cae bien eso de Pulex, B�bulo! -dijo Octavio riendo-. A partir de ahora te llamar� as�, te lo mereces. �Y t�, Gabinio? �Vas a llamarle Pulex?
-�Le llamar� m�s bien Podex! -exclam� Gabinio rojo de indignaci�n.
Al empezar el invierno y con �l la fase del asedio en que todo se reduc�a a la m�nima actividad por parte de los sitiadores, que esperaban la rendici�n por hambre de los sitiados, Lucio Licinio L�culo hall� un momento para escribir a su admirado Sila.
Tengo buenas esperanzas de que esto acabe en primavera gracias a una sorprendente circunstancia de la que te hablar� m�s adelante. En primer lugar, quiero que me concedas un favor. Si logro tomar Mitilene en primavera, �puedo regresar a Italia? Ha sido una larga campa�a, querido Lucio Cornelio, y tengo ganas de ver Roma, y no digamos a ti.
Parece que Termo controla la provincia de Asia, una vez que a m� me ha asignado el asedio de Mitilene para tenerme entretenido y que no le estorbe. Realmente no es mala persona. Yo creo que, tal como andan las cosas, Mitilene habr� cedido bastante en su resistencia en primavera, y entonces intentar� un asalto frontal. Dispondr� de varias torres y no puede fallar. Si logro �someter esta ciudad antes del verano, el resto de la provincia de Asia se doblegar� sumisa. El principal motivo por el que tengo tantas esperanzas se debe a que dispongo de la imponente flota enviada por -ni te lo imaginas- �Nicomedes!. Termo envi� a tu sobrino pol�tico, Cayo Julio C�sar, a finales de quintilis, para solicitarla, y me escribi� comunic�ndomelo, bien que ninguno de los dos esper�bamos contar con ella antes de marzo o abril. Pero, mira por d�nde, Termo tuvo la audacia de re�rse de la seguridad que mostraba el joven C�sar dici�ndose capaz de tener reunida la flota tan pronto. Bien, C�sar parti� y pidi� la flota que Termo quer�a en una fecha determinada, sin andarse con rodeos. Cuarenta naves, la mitad de ellas quin querremes y trirremes cubiertas, para entregar en las calendas de noviembre. Las �rdenes que hab�a dado Termo a este joven arrogante. � Y querr�s creer que C�sar apareci� en mi campamento en las calendas de noviembre con una flota mejor de lo que habr�a podido esperarse de una persona como Nicomedes?
Tengo que a�adir que el joven C�sar se mostr� arrogante e insolente cuando me entreg� la flota, y me vi obligado a pararle los pies. Naturalmente, s�lo hay un medio para haber podido conseguir tan magn�fica flota en tan poco tiempo de ese maric�n de Nicomedes: acostarse con �l. As� se lo dije para que no se diera aires, �pero mucho dudo que haya manera de bajarle a C�sar los humos! Se revolvi� como una serpiente de cascabel y me dijo que no necesitaba recurrir a trucos de mujeres para obtener las cosas, y que el d�a que tuviera que hacerlo se clavar�a la espada.
Me han dicho que has entrado en el mundo de los negocios y que le has encontrado a Pompeyo el joven Carnicero una esposa de categor�a muy superior a �l. Si te queda tiempo podr�as encontrarme una esposa. Estoy fuera de Italia desde que cumpl� treinta a�os y ya tengo casi la edad de pretor y sin esposa ni hijo que me suceda. Lo malo est� en que prefiero el buen vino, la buena comida y pasarlo bien en vez de la clase de mujer con la que un Licinio L�culo debe casarse. Adem�s, me gustan las mujeres muy j�venes, y �qui�n va a estar tan apurado econ�micamente que me d� una hija de trece a�os? Si sabes de alguien, d�melo. Mi hermano se niega rotundamente a actuar de intermediario, as� que ya puedes imaginarte lo que me alegra saber que t� te dedicas a ello. Te quiero y te echo de menos, querido Lucio Cornelio.
�Cuanto tiempo hab�a pasado desde que la ultima puberta hab�a yacido entre sus brazos? Mucho tiempo.
Ahora la recordaba. Morena, una muchachita delgada y con los pechos en pleno nacimiento. El la hab�a desflorado y pese al dolor inicial a ella le hab�a gustado. O eso pensaba �l.
Sentado, con la carta que acababa de escribir a�n en la mano recordaba. Hab�a recorrido su cuerpo, de principio a fin bebiendo toda su juventud. La hab�a tocado con las manos, con su lengua, con su cuerpo en una complacencia casi de otro mundo, con una impunidad que seguro ofend�a a los dioses.
Pero le hab�a dado placer. Antes del momento de la desfloraci�n le hab�a dado mucho placer. Luego llego el zullo. Se hundi� entre las piernas de la muchacha, apretando su joven cuerpo debajo del zullo, sintiendo su c�lida respiraci�n golpear su pecho.
Una y otra vez, cada vez con m�s fuerza golpeo con su espada abri�ndose camino y venciendo la resistencia de la joven, hasta que esta no pudo m�s y emiti� un grito ahogado cuando por fin L�culo conquisto su fortaleza.
La tierna tela de piel que separaba a la ni�a de la mujer hab�a sido desgarrada y no volver�a a reconstruirse jam�s.
El esclavo que a hurtadillas escuchaba toda la escena tras la puerta se levant� y a pasos ligeros pero silenciosos abandono el lugar. Era su hija, su peque�a ni�a. El amo la hab�a tomado para el sin importar que esta sea a�n una ni�a.
Las leyes lo permit�an y era muy normal que las esclavas brindaran favores sexuales a sus amos, pero esta, como era posible? Era la ni�a de sus ojos.
Los romanos no sol�an desflorar ni�as. Era una afici�n de mal gusto, como el homosexualismo.
Pero para lucio en ese momento el mundo no exist�a. Solo la peque�a morena esclava y sus peque�os pechos, que semejantes a dos limones eran manoseados morbosamente. El rostro de la muchacha estaba l�vido, con dos finos hilos de l�grimas que bajaban por cada lado, con los labios tan apretados que la l�nea que los separaban casi hab�a desaparecido.
Sus piernas se trataban de apretar por instinto para proteger su tesoro, pero este yac�a indefenso ante el musculo macho que lo somet�a.
Su sexo estaba ba�ado en humedad productos del sudor, de la excitaci�n y de la abundante sangre que manaba, que la piel en la superficie ten�a un color rosado p�lido.
�Cu�nto tiempo? mucho. Hab�an pasado meses desde aquella vez. El padre de la muchacha hab�a comprado la libertad para �l, su hija y esposa a un alto precio y ahora todos ellos eran libertos. Y hab�an desaparecido. En lugar de ser ahora clientes de L�culo se hab�an marchado. Para aquel padre fue demasiado vender a su hija, o�rla sollozando mientras tragaba saliva.
De alguna manera la hab�a matado, algo dentro de ella hab�a muerto. Luculo supo la culpa que sent�a aquel miserable hombre cuando lo encontr� sentado con una jarra de vino en sus manos.
No cruzaron palabras pero sus ojos hablaron por �l.
Dej� la carta sobre la mesa. Necesitaba una muchacha, lo necesitaba pronto. Quiz� mandar�a a un esclavo a que le consiga una antes de la batalla. Las batallas siempre estaban llenas de botines, pero el bot�n que el m�s adoraba era el de las ni�as. Pod�a darse el lujo de elegir, entre una peque�a o una ya mayor. O incluso ambas.
Nadie tendr�a tiempo de husmear entre sus gustos de tan ocupados que estar�an saqueando. Y de todas maneras L�culo siempre era generoso con el pago de sus soldados.
Cuando lleg� la noche sin embargo L�culo tuvo que conformarse con una de sus esclavas mayores, mujeres que hab�a tra�do de roma y que le eran de su confianza. Ninguna ni�a, no hasta la batalla.
Mientras penetr� a la esclava de turno imaginaba estar tocando la tercia y fresca carne de una adolescente, o mejor aun la de una p�ber, besando los vacilantes pero inocentes labios de una virgen, fertilizando los nobles campos de un �tero inexplorado.
No era lo mismo la imaginaci�n que la realidad, pero la mujer, deliciosa en sus formas y exquisita en la cama, mas el buen vino al que era aficionado le allanaron el camino a una buena noche. Tendr�a que buscar otras distracciones, pues hasta primavera quedaba un poco m�s. O tendr�a que ser ingenioso.
El nuevo gobernador de Asia, Cayo Claudio Ner�n, hab�a llegado a P�rgamo para hacerse cargo de la provincia, y Sila hab�a concedido permiso a L�culo para regresar a Italia, inform�ndole al mismo tiempo que �l y su hermano Varr�n L�culo ser�an ediles el a�o pr�ximo. Cuando llegues aqu� -terminaba la carta de Sila- habr�s sido elegido edil curul. Te ruego me excuses que no act�e como intermediario matrimonial; la suerte no parece acompa�arme en esa actividad. Ya habr�s sabido que ha muerto la esposa d� Pompeyo. Adem�s, si te inclinas por las ni�as, mejor ser� que te las busques t�, mi querido L�culo. Tarde o temprano encontrar�s alg�n noble arruinado que est� dispuesto a venderte su hijita. � Y cuando crezca, qu�? �Todas se hacen mayores!